La trampa
- Maca Arena
- 2 nov 2020
- 3 Min. de lectura

Unas vacaciones de vivir la vida adulta es volver a la casa de tu infancia. A eso me dediqué durante tres semanas. Poner en pausa las decisiones trascendentales que te demanda la vida de los veinti-muchos cada día. ¿Qué quiero hacer? ¿El trabajo me llena? ¿Estoy tomando las decisiones correctas? ¿Mi salud es importante? ¿Puedo comerme la pizza de desayuno aunque prometí que hoy empezaba la dieta? ¿Es malo que me la coma fría? ¿Estoy ahorrando lo suficiente? ¿Pensar en viajes trasatlánticos mientras intento ahorrar es ser una adulto responsable? La lista podría continuar, pero creo que no soy tan original y ustedes se hacen a la idea.
El punto es que, inevitablemente, las vacaciones físicas y psicológicas llegaron a su fin. Mi cabeza se lo dijo a mi estómago unas horas antes del viaje y este se puso bastante nervioso por el acontecimiento. No hubo manera de negociar con él y se puso en cuarentena. Me despedí de la familia con unos pucheros dignos de una espectadora del Titanic. Pasé veinte controles de temperatura y capacidad pulmonar en el aeropuerto. Me ahogué en litros y litros de desinfectante hasta que ya no tuve piel que limpiar. Me subí a un avión con la capa caída. Comencé a negociar con la vida (y mi estómago) en el segundo vuelo. Para el tercero ya tenía un poco mejorado el espíritu y la piel se iba regenerando.
Cuando llegué a la ciudad que llamo hogar, la ilusión de ver a “mi otra mitad” me hizo obviar lo incómodo que es viajar en tiempos de Covid. Bueno, existir en general. Llegué a un país que me recibía con el anuncio de una segunda oleada. Ese acontecimiento que los pesimistas usaban para arruinar los planes de verano es una realidad.
Sin embargo, la vida me esperaba con una pequeñita sorpresita. Después de veinte minutos de ver maletas ajenas dar vueltas en la banda, comencé a sospechar que la mía no estaba en el lugar correcto. ¿Cómo podía ser? Mi maleta, esa por la cual me habían hecho pagar una fortuna por dos kilos extras, esa que contenía el regalo de cumpleaños de mi novio, mis mejores trapos, y los libros que me empeñé en necesitar… ese pequeño espacio que puedo llamar mío con cada una de las letras y acento… no se dignaba a aparecer.
Pueden decir que es una exageración llorar por una maleta, la cuestión es cómica, lo sé. Pero para mí, abrir la maleta el día que llego es parte de un ritual que conecta con las vacaciones de la vida adulta. Verán: Mi madre utiliza una marca de suavizante especial que hace que la ropa huela rico, a casa. Seguro a muchos les pasa. Ese olor ejemplifica mi etapa no adulta. A hogar. A mamá, papá y hermanos que a pesar de que cada uno use un perfume diferente, compartimos ese olor. Pues para mí abrir esa maleta y oler la ropa recién lavada estando lejos de casa es hacer un poco de trampa. La vida adulta está aquí, pero mi ropa olerá a que me quedan un par de días de engañar al tiempo.
Quería explicarle este concepto a la señorita del aeropuerto que me decía que por ley tenían 21 días para encontrar mi maleta y que me lo tomara con calma. No le vi mucho futuro a la negociación. En 21 días el olor se ha ido para no volver, maldita sea.
Escribo esto mientras miro el timbre constantemente a la espera de que me devuelvan mi maleta con un pedacito de mi infancia dentro. Esperemos que la aerolínea entienda la importancia del asunto. La vida adulta… bueno, da menos miedo cuando comienzas a dar respuestas a todas esas preguntas. La vida, al final y al cabo, es inevitable.
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