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Charco

  • Maca Arena
  • 6 oct 2020
  • 2 Min. de lectura



Cuando tengo la suerte de estar en un avión mirando el océano se me viene a la mente de dónde hemos sacado la idea de llamarle charco al mar Atlántico. Según mi experiencia debe de nacer de la voluntad de imaginarnos un océano pequeño a esa masa gigante que separa dos continentes. Y seguramente viene de alguien que anhela ver ese otro lado del charco. 


Charco. Durante más de ocho horas me dedico a ver ese azul obscuro y evocar ese sentimiento de nostalgia para cualquiera de los lados. En uno está la mitad de mi persona y en otro acumulo mi vida adulta. Ninguno de los dos me representa en solitario. Los dos unidos son los que determinan mi presente. Ese charco es lo que impide que sea una parte. 

Hablando de partes, acabo de leer el libro “El sonido de un tren en la noche” de Laura Riñón. En algún lugar del relato menciona que estamos hechas de pequeñas partes de las personas que se cruzan en nuestro camino. 


Pequeñas partes que conforman un todo de una persona. No creo que la metáfora pueda estar más acertada. Yo soy un cúmulo de pequeñas partes y de ese charco que las separa. 

En Galicia tienen una palabra que describe perfectamente esa nostalgia, ese añorar tu tierra y tu gente, tus pequeños pedacitos: morriña. Hace falta un gallego para que la melodía de la palabra complete la dulzura de su significado. Morriña. Extrañar sin mesura el olor de tu tierra. El sabor de tus platos. El ruido de tu entorno. El silencio de tus noches. Morriña es mirar una playa y pensar en los que están al otro lado del charco. No creo que sea coincidencia que varios puertos tengan esculturas que hagan alusión a esas despedidas llenas de nostalgia. 


Siempre volvemos a dónde fuimos felices. Esa es la diferencia con la melancolía. La nostalgia te trae un calor al alma. La melancolía te suma en una tristeza perceptible en la piel, en el olfato y en la distancia de lo que te gustaría a lo que es. Para mí, ese charco es nostalgia pura. Tanta que en un momento de lucidez, en todas esas horas que me toma cruzarlo, me hago amiga de él. Del famoso charco. Será un compañero en todos esos trayectos que me lleven a mi primer hogar y me traigan de vuelta al sitio que me he apropiado desde hace cuatro años. 


Ojalá pudiera oler a ese charco, acercarme un poco más y hablarle de tu. En cambio, las aerolíneas me obligan a verlo desde la distancia. Desde la altura suficiente para que los cambios meteorológicos no afecten el trayecto. Un poco de trampa hay en eso. Es un no lugar que hay que aprender a caminar. Como estamos encerrados en esos metros cuadrados, la nostalgia colectiva se sienta en los reposabrazos y negocia con unos cuantos. Por mi parte, y si las tazas abusivas de los aviones me permiten sentarme en la ventana, seguiré enviando telegramas a ese charco inmenso, ese viejo amigo que me llena de morriña cada vez que lo visito. 

 
 
 

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