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Caídas con sabor a sal

  • Maca Arena
  • 6 nov 2019
  • 3 Min. de lectura

El fin de semana pasado descubrí otra cosa que tampoco se me da bien: surfear


Si hay algo que tengo que aceptar es mi incapacidad de llevarme bien con la tecnología. Un drama para estas épocas. Lo digo en serio. He llegado a tal punto que considero que mi computadora no me quiere. Ni ella, ni Safari, ni Google, WhatsApp… Acepto que si el factor común soy yo, pues la del problema, señoras y señores, es mi computadora.

Las personas en mi oficina conocen de mi debilidad y a falta de odiarme se lo toman a broma. Lo cual es divertido, para ellos. No para mí. No, señor. Yo sufro. Soy de esas personas que intentan enviar un correo y se enciende el microondas. Por alguna razón, mi mala suerte con los aparatos tecnológicos tiene un campo de influencia insospechados. A los 22 años intenté sacar mi pan de la tostadora con un tenedor mientras estaba contactada a la luz. Nada bueno se puede esperar de una persona así.

Pues bien. El fin de semana pasado descubrí otra cosa que tampoco se me da bien: surfear. He aquí mi experiencia: Una clara mañana de otoño, Maca se dirigía a una playa cerca de Bilbao, dispuesta a ignorar los informes meteorológicos que decían que un temporal del tamaño de España entera estaba coqueteando con el norte del país. Osea, justo donde estaba la academia de surf a la que me había apuntado un amigo que desde el minuto uno que lo conocí me había vendido la idea de que el surf era paz y tranquilidad.

Primero que nada, me metí en un neopreno, esa tela cero flexible que te separa de los 12º centígrados que había en el ambiente. Agradecí su compañía cuando toqué por primera vez el agua, cabe mencionar. Pero volvamos al momento previo: antes de entrar al agua. A los principiantes, y cuando digo principiantes me refiero a “me emocioné cuando comprobé que las tablas eran más grandes de lo que pensaba porque en mi vida había visto una de cerca”, nos acomodaron en la arena para explicarnos cómo debíamos levantarnos. El instructor hizo que pareciera todo muy fácil. Yo, con mi natural inconciencia, me imaginaba siendo una surfera nata que en breves iba a ser comparada con Bethany Hammilton. Descubriría mi talento oculto por ser una chica citadina. Saldría en las portadas como la nueva promesa del deporte.





Debí de haber pasado mucho tiempo inventándome historias porque, sin percatarme, el profe terminó de dar toda la explicación y nos dijo que nos metiéramos al agua. Aquí no vale alzar la mano y decir “Miss, no entendí”. No, no. El profe era un chico rudo del norte que hablaba de pies de equilibrio y balance en la ola como yo hablo de cómo untar la nutella en el pan de manera perfecta.

¿El resultado? Me dio sobredosis de sal por toda el agua de mar que tragué en mis primeros tres intentos. Me quedé demasiado tiempo en la zona donde rompían las olas por mi falta de instinto de supervivencia. Lo cual no tiene mucha lógica, porque después de que mi amigo se percatara de mi inexistente habilidad me arrastró a lo profundo (más allá de donde rompen las olas) y pudimos fingir durante un rato que yo dominaba aquello. Estaba sentada en la tabla. Esa tabla que no cooperaba. Subiendo y bajando las montañas de olas. Viendo el horizonte. Ahh, ahora entiendo porque esta gente se pasa horas y horas en estado zen. Yo me hubiera quedado allí eternamente.




Cuando se hizo de noche y hubo que volver, calculé que mi amigo y el resto del grupo iban a salir surfeando y yo… pues yo iba a tragar mas sal. Miré la realidad a la cara y acepté mi destino. Siempre he sido buena aceptando mis incapacidades. Incluso las ignoro olímpicamente. Eso debería ser considerado un deporte. Así, mi familia me dejaría de molestar diciéndome que tengo que hacer ejercicio.

Salí relativamente ilesa después de esa última revolcada, que incluyó una caída tan estrepitosa que no me extrañaría que un astronauta me estuviera viendo desde un satélite, grabado mi caída y compartiéndola en YouTube. Esa mañana había leído que un astronauta había cachado a su pareja en una infidelidad utilizando un satélite, me impresionó mucho los alcances tecnológicos y lo poco original del problema.

En fin, he leído que el cerebro se regenera mientras dormimos. Quiero planear otro viaje a las costas bilbaínas y espero que todas las horas que me separan de hoy al momento de volver a tocar una tabla me ayuden a entender cómo demonios surfear.

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